Barrio de colores


      El hombre de manos largas y dedos huesudos abre la ventana. Observa extasiado, el curso somnoliento del Riachuelo.
      Lleva años repitiendo esa rutina, esperando que algún atardecer le acerque el milagro.
      La mano cálida de Juan de Dios Filiberto se apoya en su hombro como una palabra de aliento. Conoce los motivos de la mirada entristecida de su amigo,  que  desde niño,  sueña con esa mujer sin rostro  que lo llama desde la ribera , cargando en  lo alto de su mano, la mitad de un pañuelo blanco cortado en diagonal.  Y que  él, con el corazón alborozado,  le responde con la otra mitad del pañuelo, que acompañó desde siempre su abandono en la Casa de Expósitos, a días de nacer.
      El está convencido de que su madre lo amaba, había dejado  a su lado un papel con su nombre, para evitar que las hermanas del orfanato lo bautizaran Expósito, como se acostumbraba identificar a los abandonados.
      Juan de Dios lo aleja del ventanal y lo coloca frente a las telas que está pintando. Es la forma de lograr que su amigo sonría, como si la ríspida grandeza de esos barcos muertos  mecidos por el agua taciturna le devolvieran la serenidad.  Y cuando eso sucede, se pone a rememorar las anécdotas compartidas en la juventud, cuando juntos salían a cantar serenatas a sus enamoradas y hacer picardías. Todos sabían que uno de los dos se robaba las gallinas que faltaban en los gallineros.


      A  Benito se le amontonan los recuerdos. La memoria le trae al chiquillo  que trepaba  los barcos como una lagartija y que  por cincuenta centavos o un peso era capaz de bajar sin quejarse, veinte y treinta bolsas repletas de carbón.
     Repite las historias  que cuando niño escuchaba a los estibadores y caldederos  que hacían su descanso en la ribera . Cuenta  lo mucho que le gustaba repartir el carbón  a domicilio en la calle de las prostitutas, donde rara vez lo dejaban irse sin propina. Guardaba  con recelo ésas monedas  para poder  pagar sin dificultad las clases de dibujo que le daba por las noches el maestro Lazzari.
      Juan lo interrumpe para hacerlo escuchar los versos que acaba de terminar . Quinquela mira a su amigo de reojo.
-                        Estás escribiendo sobre las mismas calles agotadas que yo pinto- le dice..
Y las carcajadas de los hombres se escuchan  en todo el barrio de La Boca.