La Pintora

Intenté ahogar mis dolores, pero ellos aprendieron a nadar. 
Frida Kahlo



          El uniformado la acompaña hasta la puerta de la casa. Antes de retirarse se saca la gorra y le besa la mano. Es evidente su admiración por la mujer que, pese atener una salud tan endeble, mantiene esa postura que la enaltece.
          El hombre no deja de observarla, le parece parte de una puesta en escena.
Viste un atuendo tehuano, largo y crujiente de enaguas y puntillas. El cabello trenzado con cintas de terciopelo alrededor de la cabeza y pendiendo del cuello un collar precolombino, demasiado pesado para un
cuerpo dotado de tantas penurias.
          Al verla, nadie podía imaginarla conspirando o involucrada en la muerte de
alguien. Sin embargo había sido apresada, sospechada de colaborar con el español Ramón Mercader, el hombre que asestó un punzón de hielo en el cuerpo de Trotski.
Pero, cómo no iban a culparla. Su afinidad con el estalinismo era conocida y se vanagloriaba en público de haber traído a México al revolucionario ruso con el único fin de que lo asesinaran.

          Pese a no haber probado bocado durante dos días, al quedar sola en la casa, ni siquiera piensa en alimento; se cobija en el espacio íntimo de su cama, su refugio, su lugar sagrado. Recorre con la mirada, las fotos de los seres queridos que cubren la cabecera de su lecho y se queda mirando el cielo raso, fascinada con las figuras que el espejo devuelve: sus héroes Mao, Stalin y Marx, la custodian desde un friso. Ella no cree en Dios y prefiere ser protegida por sus ángeles de fe comunista.
           Imagina a Diego, su marido, entre esas figuras. Sabe que él regresará en
cuanto se entere de lo ocurrido, si es que antes no lo atrapa algún amorío. Se pregunta qué tiene ese hombre, al que ama pese a todo. Lo sabe un ser insustancial, cruel, a veces abominable pero a la vez, lo  reconoce imaginativo, divertido y único toda vez que lo pretende.
           El silencio la absorbe, vuelve a perderse en la espesura transparente del espejo. Toma sus telas, las pinturas y comienza a pintar sus propios rasgos, los ojos feroces y penetrantes, su entrecejo erizado, los labios perfectos y colorea una flor en el trenzado renegrido de su pelo.
           Sólo interrumpe su labor para tomar por el cuello una botella de coñac
que siempre tiene al alcance de la mano. Bebe pausadamente, procurando menguar ese dolor cotidiano, para de ella.
           Pinta la tela casi de memoria, se conoce mejor que nadie, no ha tenido más divertimento que mirarse en ese espejo desde los dieciocho años.
           Delinea trazos gruesos sobre los labios. Recuerda como una vez se afeitó aquel vello tupido y debió soportar la furia de su esposo. Diego los consideró siempre como el mejor atributo sexual de su mujer, tanto como ella disfrutaba de los grandes pechos del hombre que se parecían a los de una mujer. 
           Busca otra vez la botella, presiente que su pie se ha ulcerado nuevamente; el dolor le resulta insoportable. Muchas veces ha dicho a sus amigos que estaba acostumbrada al sufrimiento y era cierto. Desliza el pincel sobre la tela y por el espejo descubre la imagen conocida de su marido, recostada en la puerta.
           Diego Rivera besa la frente de Frida y entonces, su cuerpo, hasta momentos antes, dolorido, devastado de movimiento, se yergue lentamente
por amor.