Poemas Breves


Hay dolor en esos pasos
que se acercan
donde se quema
el tiempo


*

He dejado la palabra
atada
con su penitencia de silencio
como quien sepulta un latido.


*
Le ha sido destinado
un manojo de tiempo
ya vencido.


*

Deja un ramo de flores en la tumba
como quien riega un árbol
sin raíces.


La Peste Negra

Por Lily Chavez

Fue mientras le secaba el sudor que Elena descubrió en el cuerpo de su hijo aquellos bubones oscuros en la ingle y las axilas. Sintió escozor, Giovanni estaba infectado y ahora entendía que la fiebre no hubiese cedido pese a los cuidados.
Los sirvientes, vivos hasta la noche anterior, yacían en el piso de la sala. Los llantos y gemidos desde la casa contigua no acallaban. Parecían haber quedado únicamente los niños. Se cubrió los oídos, no tenía forma de socorrerlos.
Malditos genoveses, la noticia de sus muertes debía conocerse ya en toda Milán. Los mercaderes habían escapado del barco en cuarentena burlando el control y se instalaron a beber en la taberna, sin pensar en las consecuencias. Pero, ya no eran sólo los marinos, también las ratas con las pulgas encima llegaron a nado hasta el puerto avasallando la ciudad y se las podía ver ahora, atravesar los travesaños de los techos o entrando por los desagües.
Ella no estaba dispuesta a ver morir a su único hijo. Necesitaba ayuda pero cómo salir; las puertas y ventanas habían sido selladas por fuera durante la noche. Allí, en su casa y las dos aledañas fue donde se desencadenó todo.
Recordó entonces el pasadizo que su padre, en épocas de conspiraciones y revueltas campesinas, utilizaba para salir de la casa sin que nadie se percatara. No dudó, envolvió a su hijo en una sábana y con él en brazos, recorrió metros y metros en medio de una espesa oscuridad. También ella empezaba a sentirse mal. Las piernas le flaqueaban y la debilidad la obligó a detenerse varias veces. El final del túnel debía estar cerca. Comenzaba a vislumbrar una luz pero esta, lejos de dar claridad, parecía abreviarse.
La respiración de Giovanni se tornaba por momentos inaudibles. Elena apresuró el paso. Veía sólo la cabeza de un hombre e imaginando lo peor, lo miró directo a los ojos, suplicante.
Es orden del Obispo, dijo el esclavo – no sin pesadumbre – y colocó el adobe que cerraba por completo aquel pasaje.

Noviembre de 1966


Un texto
de la serie Personajes.



                                     
         La intensa lluvia de la tarde ha obligado al grupo de hombres a salir de la manigua y buscar refugio en la casa. Deben explorar el curso del Río Ñacahuazú, pero es imposible con ese tiempo. También se ven impedido de seguir con el túnel que han comenzado en la quebrada del río, es urgente guardar allí,  lo que pueda comprometer a quienes les han dado asilo en su casa.
          Todos están sin nada por hacer. Tumainí y Pacho se sacaban las garrapatas del cuerpo que se les ha vuelto una verdadera  plaga.
          El  que parece ser el jefe permanece tirado en un catre, alejado de las conversaciones. Sus intenciones son otras; saca de bajo la chaqueta que le sirve de almohada un cuaderno donde escribe con letra pequeña y casi ilegible todo lo que acontece, sacude insistentemente su mano alrededor de la cabeza para ahuyentar las  yaguasas que aunque  no pican,  son molestas. El está más acostumbrado a la presencia de jejenes y mairquines. Podría hacer uso de su hamaca con mosquitero, pero le parece   que eso es un  privilegio que no cabe cuando sus hombres la pasan mal, tienen hasta llagas en las picaduras infectadas.
     “ Me está creciendo el cabello y la barba nuevamente. Las canas simuladas  se me están volviendo amarillentas y pueden provocar sospechas. Ese vecino metido, el tal Argañaraz, anda comentando que nos dedicamos a la cocaína y sin querer puede ponernos a toda la milicada atrás. Ruego que mejore el tiempo para no seguir atrasando los planes.” – escribe
     Cierra los ojos con el libro en la mano. Los demás saben que es la forma que él tiene de pensar. Al día siguiente va a establecer un enlace con los hombres del Chino  para pasar armas a una región cercana a Puno, del otro lado del Titicaca.
     Llueve los siguientes tres días. Tan intensamente que ni siquiera pueden enviar por provisiones. Inti  y Urbano tratan de atrapar algún venado, pero  sólo  cazan con el M-1  un pavo  que es reservado para el desayuno del día siguiente.
    El  domingo y para evitar que el ánimo de su gente decaiga, el jefe  charla con sus hombres tratando de tocarles las fibras más sensibles; les hace  un llamado a la conciencia y al honor. Es tan fraternal y humano, como en ocasiones, exigente y severo. Pero nadie tiene duda que el respeto que despierta se debe a la fuerza tremenda de su propio ejemplo.
     Unos tiros a los lejos inquietan al jefe. Camina de un lado a otro con la camisa fuera del pantalón y con el pantalón fuera de los borceguíes. Le molesta ver a sus hombres inactivos  y no tener ninguna noticia sobre el campamento 2, mucho más.

     No hay mojadura que pueda espantar los sueños le dice  de pronto  a sus hombres. Y sale a explorar el arroyo entre los derriscos de piedra dura  que ahora es puro lodo.  Sus hombres lo siguen, saben que  no tienen alternativa ni posibilidades de hacerlo entrar en razón. Sólo  su amigo Alberto Granado se animaba a contradecir al “Che”.  Y él no estaba allí para convencerlo.



Liliana Chavez
El árbol
hace callar las hojas
 
lo sobrecoge
         no escuchar a los pájaros
 
imagina
         que el tiempo sin diálogo
               ha llegado.
 

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¿Las alas?
Apenas para algunos vuelos
 
No alcanza la vida
para tanto retorno
 
Hay cazadores
expertos
que juegan
a precipitarlas.
 
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El silencio
ha cantado un himno
esta mañana
 
Me ha frotado
los ojos
con agüita de amanecer
 
puso a la memoria
de testigo
volvió dócil
la palabra
convidó con horas
mansas
pacientes
 
Por eso
alla afuera
el tiempo
camina
sin mí.

La Pintora

Intenté ahogar mis dolores, pero ellos aprendieron a nadar. 
Frida Kahlo



          El uniformado la acompaña hasta la puerta de la casa. Antes de retirarse se saca la gorra y le besa la mano. Es evidente su admiración por la mujer que, pese atener una salud tan endeble, mantiene esa postura que la enaltece.
          El hombre no deja de observarla, le parece parte de una puesta en escena.
Viste un atuendo tehuano, largo y crujiente de enaguas y puntillas. El cabello trenzado con cintas de terciopelo alrededor de la cabeza y pendiendo del cuello un collar precolombino, demasiado pesado para un
cuerpo dotado de tantas penurias.
          Al verla, nadie podía imaginarla conspirando o involucrada en la muerte de
alguien. Sin embargo había sido apresada, sospechada de colaborar con el español Ramón Mercader, el hombre que asestó un punzón de hielo en el cuerpo de Trotski.
Pero, cómo no iban a culparla. Su afinidad con el estalinismo era conocida y se vanagloriaba en público de haber traído a México al revolucionario ruso con el único fin de que lo asesinaran.

          Pese a no haber probado bocado durante dos días, al quedar sola en la casa, ni siquiera piensa en alimento; se cobija en el espacio íntimo de su cama, su refugio, su lugar sagrado. Recorre con la mirada, las fotos de los seres queridos que cubren la cabecera de su lecho y se queda mirando el cielo raso, fascinada con las figuras que el espejo devuelve: sus héroes Mao, Stalin y Marx, la custodian desde un friso. Ella no cree en Dios y prefiere ser protegida por sus ángeles de fe comunista.
           Imagina a Diego, su marido, entre esas figuras. Sabe que él regresará en
cuanto se entere de lo ocurrido, si es que antes no lo atrapa algún amorío. Se pregunta qué tiene ese hombre, al que ama pese a todo. Lo sabe un ser insustancial, cruel, a veces abominable pero a la vez, lo  reconoce imaginativo, divertido y único toda vez que lo pretende.
           El silencio la absorbe, vuelve a perderse en la espesura transparente del espejo. Toma sus telas, las pinturas y comienza a pintar sus propios rasgos, los ojos feroces y penetrantes, su entrecejo erizado, los labios perfectos y colorea una flor en el trenzado renegrido de su pelo.
           Sólo interrumpe su labor para tomar por el cuello una botella de coñac
que siempre tiene al alcance de la mano. Bebe pausadamente, procurando menguar ese dolor cotidiano, para de ella.
           Pinta la tela casi de memoria, se conoce mejor que nadie, no ha tenido más divertimento que mirarse en ese espejo desde los dieciocho años.
           Delinea trazos gruesos sobre los labios. Recuerda como una vez se afeitó aquel vello tupido y debió soportar la furia de su esposo. Diego los consideró siempre como el mejor atributo sexual de su mujer, tanto como ella disfrutaba de los grandes pechos del hombre que se parecían a los de una mujer. 
           Busca otra vez la botella, presiente que su pie se ha ulcerado nuevamente; el dolor le resulta insoportable. Muchas veces ha dicho a sus amigos que estaba acostumbrada al sufrimiento y era cierto. Desliza el pincel sobre la tela y por el espejo descubre la imagen conocida de su marido, recostada en la puerta.
           Diego Rivera besa la frente de Frida y entonces, su cuerpo, hasta momentos antes, dolorido, devastado de movimiento, se yergue lentamente
por amor.


El exilio de las voces






La mujer que ha pedido una entrevista con Perón se pasea incómoda en la sala de espera. Alguien le comunica que el general no puede recibirla, pero que pase por el despacho de su secretario Juan Duarte para ser atendida.
Marina Esther Traverso, la mujer que desde niña escucha las voces de los personajes que viven en ella, espera pacientemente.
La puerta no se abre. Tampoco Duarte parece dispuesto a recibirla. Es finalmente uno de los colaboradores del secretario quién sin ningún tipo de cortesía la enfrenta.
- Lo lamento señora, usted está marcada por las denigrantes parodias que se ha permitido hacer sobre Evita.
Marina supo entonces, con certeza, que eran ciertos los comentarios; su nombre estaba en una famosa lista negra. Siente que tratan de amordazar sus voces como en el 43 y el 46.
Como antes en Radio Splendid, ese mismo día recibe una escueta esquela de Argentina Sono Film; sus proyectos no podían llevarse a cabo por el momento. La geminiana taconea de un lado a otro. Evidentemente nadie osaba contrariar las órdenes de arriba. Vibra de bronca su cuerpo diminuto.
Sale a la calle hablando sola, pero no es una la voz, son distintas y varias. Suena la de Nicola, lanzando improperios contra Juan Duarte por haber ofendido a su hermana Catita. De pronto es la voz de Mónica Bedoya Hueyo de Picos Pardos Sunsuet Crostón, la que se oye; ejercita un monólogo de lo que se dice de Evita en ámbitos de Recoleta. Y tras ella asoma la delatora y tragalibros de Gladis Minerva Pedantone, que larga algunos secretillos que se conocen de la señora del general.
Marina regresa a su departamento después de descargar su enojo. Parece que sus morisquetas causan el mismo enfado que a los seis años motivaron que en la escuela la catalogaran como una niña de mala conducta y su madre se viera obligada a internarla media pupila en un colegio de monjas. Si con aquella edad había podido resistir la rigidez y la íntima soledad del duro trance podría hacerlo ahora que tenía una hija y estaba rodeada de afectos.
Prepara sus valijas. No es mucho lo que tiene para llevar. La mayoría de sus cosas están en su casa de México y los amigos solo puede cargarlos en el corazón.
Toma el teléfono para despedirse de uno de ellos. Su voz no es la de Cándida, ni la de aquella israelita tenaz que fue doña Pola, ni la voz de doña Caterina Gambastorta de Langanuzzo, pero Juan Carlos Thorry la presiente en el tono triste y emocionado de la partida.
- Niní....?






Si es el paso del tiempo lo que me  vuelve nostálgica, si son las pérdidas  o  los recuerdos que murmuran, bienvenidos sean.
La nostalgia tiene la habilidad de colorear el alma, hacernos sentir el peso de los goces, consigue equilibrar las cuentas, hacer el oído más sabio, la mirada más profunda, es algo así como una arenilla que se pega en las mejores palabras. Y viene bien, para quienes nos introducimos en el remolino diario y no nos damos tiempo para mirar el cielo, la copa de los árboles ni escuchar lo que dicen los pájaros con su trino.

Lily

Converso con mi madre
ella quiere saber
sobre los amigos.

Le prometo una foto
le enseño la de Juany
en la portada del libro
leo el poema
dedicado a su madre.

Todo se entrelaza.
Los recuerdos ajenos
se hacen propios

Lloro cuando me alcanzan
las palabras más hondas.
Ella me mira
desde el infinito tiempo suyo
y se contagia

Paladeamos las imágenes
la artesa de madera
la cocina a leña  el gallinero

la nostalgia
coloca en aceite caliente
las tortas fritas
guarda galletas
en cajas de lata

Hablamos
de mi temor a los picotazos del gallo
De la vez que puse en el cesto
el huevo de madera
De la corzuela. Del avestruz
que le quitó intimidad al gallinero.

Mi madre sonríe
Son tan hermosos ahora
sus ojos, tan verdes

un  remanso de hierbas
que acaricia.


Pequeños grillos
Basta un segundo para perder de vista el trazo que señala el camino correcto de la vida. Y uno queda incómodamente varado en la nada, a la espera de auxilio.

* * *


Mis pájaros de fuego se introducen en el agua y salen mojados en más fuego.

* * *


Esta que soy ama el silencio, el diálogo de las miradas.