Cada vez que se acerca la Feria del Libro, pienso en este texto, tal vez por que el Pasaje Santa Catalina se hace más transitado y algunas cosas no cambian….y los gatos siguen ahí, y Bertolina también. Este texto fue escrito en setiembre de 2007. Y lo elegí como texto de la semana.
Por allí suele andar la anciana de aspecto menudo. Sus pasos se detienen al llegar a la reja, Estira la mano entre los barrotes, tantea el piso de tierra y alarga con ansiedad el cuello; es evidente que algo busca. Finalmente, retira trozos de cartón que sacude y luego asea con un paño húmedo. Una vez limpios, los coloca en hilera sobre la estrecha verja y al momento, como si acuñara pelajes, van apareciendo de a uno, gatos grises, blancos y pardos. Dos, tres, cuatro, son nueve, quizás alguno más que no bajó del tejado.
La mujer extrae de una bolsa, gránulos oscuros que disemina sobre la improvisada vajilla. Los felinos se acercan en busca del alimento y no faltan los impacientes, que comen directamente de la mano, avarienta por dar.
Despacio pequeños, que van a dejarme la palma sin líneas – les murmura, riendo.
Se nota que disfruta. Apoyada en el adobe, se deja rozar por ellos y les murmura, acaso secretos amores o naderías.
Coloca agua en bases truncas de botellas plásticas. Los comensales parecen una milicia disciplinada a la hora de beber y eso contenta a la anfitriona.
Un retoño gatuno, amarronado y con ojo de bucanero, intenta en vano participar del festín y, abatido, se retrae tras las sandalias de la anciana. Y pronto se lo puede ver enroscado entre los brazos de quien tal vez, nunca acunó un niño. Hunde la mujer por un rato sus delgados dedos en la piel del animal como si amasara y los retira sólo cuando lograr silenciar el maullido.
Cuando aparece el chiquillo que toca la flauta por monedas y suenan las campanas que llaman a misa, ella se apresura en devolver los cartones a la tierra. Los gatos le ronronean alrededor mientras, los rayos de sol, hasta entonces tendidos en el muro, descienden hacia los adoquines transmutados en sombras.
Carga sus bolsas, un poco en cada mano y encara hacia la plaza.
Y los ateos felinos que viven en la casa santa - como si fueran estatuas - persiguen la figura de su protectora con la mirada.
Sin duda, los únicos ojos que se posan en ella.